sábado, 8 de junio de 2013

MEMORIA POR CORRESPONDENCIA de Emma Reyes

A ti te parecerá extraño que yo pueda contarte en detalle y con tanta precisión los acontecimientos de esa época tan lejana. Yo pienso como tú, que un niño de cinco años que lleva una vida normal no podría reproducir con esa fidelidad su infancia. Nosotras, tanto Helena como yo, la recordamos como si fuera hoy y la razón no te la puedo explicar. Nada se nos escapaba, ni los gestos, ni las  palabras, ni los ruidos, ni los colores, todo era ya claro para nosotras”. 


Emma Reyes "Rostro" (detalles, 1958).

Realmente Memoria por correspondencia toca el corazón con cada una de sus veintitrés cartas en las que con un lenguaje sencillo, su autora Emma Reyes, nos cuenta sus primeros años de vida. Y resulta conmovedora su lectura por el contenido de sus vivencias  cargadas de dolor, miseria, hambre, abandono y desprecio. Sin embargo, no están hechas con el ánimo de conmover sino de mostrar cuánto puede soportar una persona las ignominias de la vida, cuánto valor se puede tener para enfrentarlas y cuánta memoria para retenerlas sin dejar pasar el más mínimo detalle. 
 
“… Se acercó a la grande puerta y puso primero el canasto y luego el Niño bien arrimado contra la puerta y cuando empezó a cubrirle la cabecita con la cobija me di cuenta que habíamos ido para abandonarlo; quise gritar y no pude, las piernas me temblaban, como un resorte salté en dirección de la puerta. Betzabé me alcanzó a agarrar de una pierna, yo me tiré al suelo y empecé a dar golpes con la cabeza contra la tierra, sentí que me ahogaba, Betzabé se esforzaba por alzarme pero yo me agarraba a las plantas y me contorsionaba como una lombriz. Casi al oído me suplicaba levantarme, no hace ruido y correr antes de que alguien se despertara; yo seguía amarrada a las plantas y con la cara pegada a la tierra, creo que ese momento aprendí de un solo golpe lo que es injusticia y que un niño de cuatro años puede ya sentir el deseo de no querer vivir más y ambicionar ser devorado por las entrañas de la tierra. Ese día quedará sin duda como el más cruel de mi existencia”.                                                                                    
“Tenemos que salvar sus almas.
Las dos superioras siguieron discutiendo sobre la importancia de salvar nuestras almas. 
Cuando sonó una campana, nos dijo de besar las manos de la Superiora y saludarlas. 
La vieja y la joven nos hicieron cruces, las dos agacharon la cabeza y salieron sin decir nada.
Sentimos de nuevo el ruido de las llaves y de las cadenas; cuando la puerta se abrió
entró un rayo de sol en el salón, en el piso se veía la sombra de las dos monjas que se alejaban.
 La puerta se cerró detrás de ellas y a nosotros nos separó del mundo por casi quince años”.

Con su voz de persona mayor va a sus tres o cuatro años y desde allí trae los recuerdos más lejanos de su infancia con su hermana Helena, el  pequeño llamado “Piojo” y la señora María, a quien describe como dura y severa, cargada de pelo sobre su rostro que sólo producía miedo. Con ellos inicia un largo camino lleno de innumerables dificultades que la va dejando cada vez más sola y abandonada, hasta terminar en un convento con Helena en los largos años de su infancia y adolescencia.  De Bogotá a Guateque, de Guateque a Bogotá, de Bogotá a Fusagasugá, y de allí de un convento a otro es el recorrido doloroso de esta niña que apenas conoció su verdadero nombre un tiempo después de llegar al convento. Se le llamó "Nené", "la nueva", "sucia", "china cochina", "hija del pecado", "india salvaje", "bizca", y al ser llamada Emmma se sorprende como también lo hace cuando oye hablar de Dios y de la Virgen, del cielo y del infierno, del diablo y de múltiples creaciones de la iglesia católica, totalmente desconocidas para ella.  Todo esto acompañado de tareas y castigos que le dieron a esta época un matiz tan oscuro que fue imposible borrar las huellas dolorosas de su primera infancia. Sus cortas alegrías y pequeñas sorpresas relatadas de manera jocosa pesaron poco frente al dechado de humillaciones que recibió en nombre de una comunidad religiosa de la provincia colombiana.  Aprendió a bordar con excelente desempeño, aunque al terminar su relato no sabía aún leer ni escribir. En cambio, ya sabía cómo burlar las ofensas recibidas y de alguna manera cómo enfrentar los retos de la vida.

Cantidad de recuerdos llenan las páginas de este libro -escrito a modo de cartas para el amigo y confidente Germán Arciniegas entre 1969 y 1997-  que fue imposible soltarlo de mis manos en menos de dos días. Sorprende la sinceridad de sus palabras, la intimidad de su relato y el hecho de contar su historia con una fuerza narrativa que atrapa y deja un sorprendente apego en sus lectores.  LVV