"Hay un ruido que no logro, que nunca he logrado identificar: un ruido que no es humano o es más que humano, el ruido de las vidas que se extinguen pero también el ruido de los materiales que se rompen. Es el ruido de las cosas al caer desde la altura, un ruido interrumpido y por lo mismo eterno, un ruido que no termina nunca, que sigue sonando en mi cabeza desde esa tarde y no da señales de querer irse, que está siempre suspendido en mi memoria, colgado en ella como una toalla en su percha".
Es dura la mirada de los ausentes y más dura aún cuando su muerte ha estado acompañada de un ruido que es difícil borrar de la memoria. Porque cuando las cosas caen y producen la destrucción final sólo queda la terrible sensación de ese instante que busca una explicación para atar los recuerdos e intentar sobrevivir, así duela, así cueste seguir adelante. Y hay que hacerlo, pues a pesar de las señales de tristeza y destrucción, queda aún una esperanza en quienes sobreviven.
Eso es lo que hace Antonio Yammara, un profesor de Derecho, que debe abandonar a su compañera e hija, para seguir la historia de Ricardo Laverde. Una historia que le dejó huellas profundas, en su alma y en su cuerpo, pues compartió con él la tragedia de su asesinato. Por eso le resulta imposible negarse al llamado de Maya Fritts, la hija de Laverde y de Elena Fritts, para recoger los recuerdos de ambos y armar la historia completa de esta familia, marcada por la violencia del narcotráfico de los años 80 y 90 en Colombia. Muchas imágenes se hacen presentes, desde la llegada de Elena Fritts a Bogotá como integrante de los Cuerpos de Paz en 1968 hasta su matrimonio y trabajo en La Dorada a donde llegó a prestar sus servicios a la comunidad del Valle del Magdalena. Allí nació Maya Fritts y allí llegó con frecuencia su padre, Ricardo Laverde, un hábil piloto de aviones Cessna que logró hacerse rico con el negocio de la marihuana. No cuesta imaginar el final de esta tarea en manos de agentes de la DEA, aunque es difícil pensar en el rumbo de esta familia que termina desintegrada; con una madre volando desde el extranjero para reencontrarse con quien fue su esposo hace más de 19 años, con un expresidiario que anhela infinitamente este encuentro, y con una hija solitaria que intenta armar su verdadera historia. Y es Antonio su única ayuda, un habitante bogotano perteneciente a esta generación sin nombre, quien debe dar vía libre a las vivencias que condicionaron buena parte de la población colombiana y que dejaron un sabor amargo en la historia del país.
Quienes recordamos esta época dolorosa del narcotráfico, que marcó a toda una generación y fue seguida por otros males que continúan desangrando nuestra patria, entendemos el miedo, la desolación y la asfixia que dejó sin aire a muchos colombianos que debieron sobreponerse para continuar su rumbo. Así parezcan extraños como la imagen repetida del hipopótamo en la hacienda Nápoles muchos años después, así repitan su duelo con la grabación de la caja negra del American Airlines cuando choca contra el cerro El Diluvio en 1996, así sigan sonando en la memoria nombres inolvidables de la historia del país que fueron sacrificados sin piedad por el más grande narcotraficante de todos los tiempos. Duele contarlo, pero valió la pena hacerlo como lo hace Juan Gabriel Vásquez. Una novela a base de recuerdos, para producir menos dolor, y con una excelente composición hecha por una mano maestra que la hizo merecedora al honroso premio Alfaguara 2010. LVV
“La experiencia, eso que llamamos experiencia, no es el inventario de nuestros dolores, sino la simpatía aprendida de los dolores ajenos”.
“Es dura la mirada de los ausentes”
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