“Fue mi hijo, el ser más bello, más necesitado de protección, visitante venido de la estrella remota de la unión entre el hombre y la mujer, el que me hizo hombre”.
“Sólo queda el
recuerdo, la memoria, el espacio interior que nadie puede quitarme ¿Que nadie
puede quitarme? ¿Acaso la irrupción de la catástrofe en mi vida no aplastó mi
espacio interior? Vivo en un túnel de imágenes angustiosas e imborrables”.
“Dormía –no: caía en
un pozo de angustia y horror- y yacía en vela”.
“La vida es un
fluido. Es preciso contenerla para evitar que se escape”.
No cesa, ni cesará el dolor de
ver partir a un hijo para siempre, y será mayor la tristeza cuando apenas tiene
17 años. Un dolor intenso para Wolfgang Hermann, el escritor austríaco, que apenas
comenzaba a disfrutar la presencia cercana de Fabius, criado por su madre
durante años en una población distante a la del escritor. No fue fácil esta
separación para ellos, pero Wolfgang siempre mantuvo contacto con el pequeño y
ahora que su madre le pide tenerlo con él, accede de inmediato. Inicia entonces
una vida plena que lo hace sentir útil, vital y cercano a su hijo. La sola
presencia de este joven de 16 años lo cambia todo. No quiere perder las horas que
está con él reprendiéndolo por su vestimenta desaliñada y sucia, tampoco
acosándolo por sus malos resultados académicos en el colegio al que apenas
ingresa y trata de adaptarse. Aprovecha, eso sí, su cercanía para compartir un
buen tiempo conversando con él, “caminando sobre la nieve, a la sombra del
bosque, a la luz de la luna, por las montañas”, saliendo a la playa, escuchando
su música y las interpretaciones que hace con su guitarra, y hasta siendo
cómplice de su relación con los amigos y con Julia, su primer amor. Y de
repente, amanece muerto en su alcoba. Imposible reaccionar ante esta situación. Total negación ante su muerte y completa oscuridad de la que no logra salir.
En su libro, lo vemos muerto en
vida en una casa oscura, abatido por el dolor, la soledad y el silencio, en
un invierno que no cesa y que ahuyenta todo vestigio de luz, sonido y color. Sin
embargo, con el paso de los días y los meses, la presencia cercana de Anna –la madre de Fabius- y de Julia va
matizando ese dolor extremo y esas sombras cargadas de penumbra, para irse adaptando lentamente a un cambio. No será fácil para él, pero empezará a oír los cantos de los mirlos, a
ver las flores amarillas y los manzanos en flor, y a sentir la fragancia de las
lilas y la exuberancia de las frutas. Empezará también su corazón a latir aceleradamente
por el reencuentro con Anna y es que siente que han llegado los atardeceres de
verano. El paso del tiempo se ha empeñado en eclipsar los dolores y cubrirlos
con su propia sombra. Descubre de nuevo el valor de la vida que parece soportable, a
pesar de que no cesa ese dolor que siempre será eterno.
Han pasado diez años y solo ahora
Wolfgang Herman escribe esta obra, cuando su tristeza es más llevadera porque el
frío interno empieza a desaparecer y es más soportable la realidad. Al fin tiene las armas para plasmarla y
compartirla con sus lectores. Y lo hace de una manera pausada, profunda y poética.
Emplea para ello el lenguaje del amor hacia su hijo perdido, dándole una
belleza desgarradora a los 25 fragmentos que ocupan las 106 páginas de esta corta novela. LVV
“Vivimos momentos profundos, tristes y desgarradores, como si recuperáramos una vida entera.
En efecto, la muerte de Fabius fue también el fin de un largo titubeo entre Ana y yo.
El lazo que se había roto con su muerte nos unía ahora más estrechamente,
pues mirába juntos el abismo de los años”.
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